Dejamos el coche a comienzos del mismo carril que otras veces hemos tomado para llegar al mirador que llaman Ojo del Moro. Pero, en vez de seguir esa dirección, nos hemos adentrado en un prado que se extiende a la derecha del camino, y atravesado una cancela por la que se accede a la lengua de terreno que rodea el cerro.
Es un terreno áspero, sembrado de piedras que deben de haber caído rodando del propio monte; aunque los mismos elementos que las han empujado deben de ser los responsables de haber depositado entre las mismas esta esponjosa tierra negra, entreverada de estiércol, en la que parece un crimen que nadie haya sembrado nada: tal vez no han querido molestarse en quitar las piedras; o tal vez, simplemente, la franja está tan pegada al monte que sólo recibe unas escasas horas de luz al día, y ésta muy tamizada por las frondosas encinas que también crecen allí. Lo que no parece impedimento, en todo caso, para que abunde el tomillo, el hinojo, las esparragueras.
Avanzamos por este terreno complicado, ya con las botas embarradas. La tierra va disminuyendo y las piedras poco a poco van confluyendo en una especie de calzada ascendente. Estamos, todo hay que decirlo, en lo que desde la carretera no es más que uno de los muchos cerros que la obligan a adoptar su característico trazado sinuoso. Pero el paisaje no es el mismo visto desde la ventanilla del coche, donde no es más que una sucesión de estampas sin relieve, que con los pies en tierra. Vamos subiendo sin esfuerzo, aunque M.A., que le tiene algún respeto a las alturas, teme en algún momento que la pueda paralizar el vértigo si el camino se vuelve más expuesto. J.A.M., nuestro guía, asegura que no hay peligro. Sin embargo, señala una encina que brota de las peñas a unos diez o doce metros por encima de nuestras cabezas, y dice que hay que subir hasta ahí. Desde donde estamos no se ve el más mínimo resquicio que parezca insinuar un camino practicable. Sin embargo, lo hay: el sendero traza una especie de doble ese que, en pocos minutos, nos sitúa en lo que parecía un punto inalcanzable. Es lo que más sorprende del campo abierto: su condición de trampantojo, su capacidad de multiplicarse, de hacer surgir de la nada tantos mundos ocultos como cambios de perspectiva va deparando al paseante la cambiante orografía. Lo que es, también, su mayor peligro: esos mundos multiplicados empiezan pronto a parecerse los unos a los otros, y es fácil confundirlos y perderse en ellos. Ya nos pasó una vez.
Como para no desmentir esas aprensiones, apenas sobrepasada la encina descubrimos un paisaje que tópicamente podríamos describir como "lunar", si en la luna existiera la poderosa mecánica que moldea la piedra caliza para formar estos abrigos rocosos, estas sorprendentes chimeneas hechas de bloques cuarteados, esta sucesión de crestas que parecen evocar ruinas de castillos o trazados de ciudades perdidas. Discurrimos, por ejemplo, por un recinto que llamamos "la casa", porque al conjunto se accede por una verdadera puerta hecha de piedras en precarísimo equilibrio. Las estancias de "la casa" se suceden unas a otras, a cual más espaciosa y soleada. A poco que uno se molestara en techarla, podría vivirse en ella, y hasta utilizar los huecos de las piedras, limpios y secos, como alacenas o estanterías.
Un poco más adelante, descubrimos una abertura alargada en el suelo. Nos asomamos: no se le ve el fondo. Si alguien cayese en ella, jamás encontrarían su cuerpo. Por eso mismo, nos da por pensar que, en tiempos más conflictivos, más de uno acabaría sus días en ese agujero insondable... Caminamos ahora por una llanura irregular, salpicada de matas de tojo. Los conejos, nos dice J.A.M., gustaban de excavar sus madrigueras al abrigo de estas plantas espinosas. Ya no los hay, por cierto: los exterminó la mixomatosis hace apenas unos lustros. Lo que sí hay son vacas: no echan cuenta de nosotros, y sólo levantan la cabeza amenazadoramente cuando, en nuestro discurrir, interrumpimos la siesta de un ternero, que salta inesperadamente de la pequeña depresión en la que se solazaba y corre a refugiarse tras su madre.
Volvemos, porque no parece que pudiéramos abarcar más en lo que habíamos pensado como un simple paseo de dos horas. Ha sido nuestra primera impresión del paraje que llaman Sierra Alta -o Baja, nos dice J.A.M., porque todo depende de desde dónde se mire-. Y es que, si algún efecto tienen estos paseos sobre el ánimo de uno, es el moderado relativismo que infunden en su modo de mirar las cosas. Un relativismo que, paradójicamente, tiende también a confirmar algunas de las pocas convicciones absolutas que uno tiene.
La Sierra Alta (a la izquierda en la imagen) desde Ubrique, en una nevada en enero de 2006.
Leer el artículo original de José Manuel Benítez Ariza en su blog Columna de Humo
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